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Precioso parto en casa contado por un papá
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Precioso parto en casa contado por un papá
La Mano de Dios
Hace exactamente una semana nacía mi cuarto hijo y el primero en sorprenderme con su forma audaz de salir del útero materno, como alguien que patea una puerta y entra por la fuerza a discutir paritarias con los burócratas del parto. Eran las tres menos cuarto de la madrugada y Mariana me despertó explicándome que había roto bolsa y que el parto era inminente. Me vestí rápido, me puse una bermuda verde, una camisa de manga corta, y zapatillas. Todo para salir lindo en las fotos en el Anchorena donde iba a nacer Milo. Guardé el celular en el bolsillo, tenía batería: el mundo estaba OK.
Mientras me despabilaba de las dos horas de sueño que cargaba encima, Mariana empezó con el trabajo de parto en el baño. En ese momento pensé que exageraba y solo atine a entreabrir la puerta con precaución, para preguntarle si necesitaba algo, pero lo que vi en su cara era sorpresa pura, no conocía esa cara de ella, entre el dolor y la novedad, con la boca abierta y los ojos verdes enormes como dos esmeraldas recién talladas por un fino joyero que ni ella sabía que tenía adentro.
Cerré la puerta de inmediato porque me di cuenta que ya teníamos que salir, le pregunté otra vez como estaba y ahí escuché el grito más salvaje desde que tengo memoria. Un alarido primario, proveniente de lóbulo límbico, la raíz primitiva de lo que somos. Nunca había estado preparado para asistir a alguien en un parto, no leo libros de “Cómo esperar tu bebe” ni cosas por el estilo, así que lo único que podía ayudarme era lo que había visto en los partos de mis tres hijos anteriores y el cine.
Ni bien Mariana salió del baño le pregunté si desinflaba una enorme pelota de gimnasia que –teníamos pensado- llevar a la clínica para que la usara en las teóricas 4 o 5 horas de trabajo de parto. Me dijo que no y se sentó en la pelota para soportar la próxima contracción, la sostuve con los brazos y volvió a gritar: se me heló la sangre por lo que podrían pensar los vecinos, parecía que la estaban matando.
El grito sacudió el departamento y los dos nenes que dormían empezaron a llorar, fui a verlos los tranquilicé y les dije que estaba naciendo Milo, que esperaran los dos en una cama. Maxi, de 5 lo abrazó a Manu de 3 y me preguntó por la doctora “sacamilo” un apodo amigable que le pusimos con Mariana a la obstetra. Segundos después llegó Vero, mi cuñada, que se quedó con los nenes hasta el final.
A todo esto Mariana llamaba a Mirta, la partera, para preguntar qué hacíamos, le dijo que estaba en viaje (vive en Wilde) por lo tanto en ese mismo instante descarté que fuera a llegar. En el living Mariana tuvo otra contracción, otro grito y un montón de líquido amniótico saliendo, sangre (poca) y ella que me pedía que trajera toallas para que no se levantara el piso flotante. Fui al placard y agarré todas. Pensé: ¿como alguien en ese estado puede acordarse del piso flotante?
Tire las toallas al piso (unas diez) y ella se arrodilló, con la frente apoyada en el futón negro, el mismo en el que miramos Dexter. Yo veía muy poco, estábamos con una luz tenue y no sé por qué no se me ocurrió encender todo, parecía una escena dieciochesca.
Cuando me agacho a ver qué pasaba en su vagina, se me detiene el pulso: veo la coronilla de Milo, y un segundo después se vuelve a meter adentro. Antes que volviese a su nido, le toco la cabeza y rozo con el revés de la mano el muslo de Mariana, da un grito de bronca y me pide que por favor no la toque. En ese momento pensé como iba a ayudarla sin tocarla, pero fue un instante, volvió otro grito y salió completa la cabeza de Milo, no sabía qué hacer pero me acordé que no me había lavado las manos (a^2+b^2=c^2) una ecuación que de alguna forma se disparó en mi cabeza y corrí al baño a enjabonarme. Mariana me pedía que volviera y lo hice con las manos limpias, la cabeza seguía ahí, no respiraba, no hacía gestos, parecía muertito.
A todo esto yo estaba empapado de líquido amniótico y pensaba por qué no me había vestido para la ocasión, todo era un desastre, la pileta de natación de Milo se estaba vaciando a medio metro de la zapatilla donde están conectados todos los enchufes de la tele y demás. Eran demasiadas preocupaciones para tan poco tiempo. Me acuerdo que pensé que quedaríamos todos electrocutados, si el disyuntor, la térmica, los tapones de abajo… y la cabeza de Milo seguía ahí.
El tiempo se había detenido, y la cabeza empezó a tomar un color azul, los labios más que el resto. Fue cuando supe que todo podía fallar. Sin tocarla a ella, le pedí que pujara, me dijo con total cansancio que no tenía contracciones y que no podía pujar, que había que esperar a la próxima. Le ordené, con voz de médico (como lo había visto en los anteriores partos) que con la próxima contracción lo tenía que expulsar sí o sí, me reservé decirle que ya Milo estaba completamente azul y me dispuse a sacarlo sí o sí.
¡Ahí viene! Me dijo ella y gritó otra vez desde la oscuridad de los tiempos, desde la caverna y los lobos acechando, pidiendo a la tribu que viniera a ella, a protegerla. Pero en la tribu de Av. Pueyrredón ningún cavernícola salió de su cuevita.
Ahí vi la oportunidad de sacarlo, sabía que no podía fallar porque el color de la piel era cada vez más como una tiza de pool, y en la siguiente contracción le dije, sereno, que puje, vi los hombros que asomaban lo tome con los dedos y sin fuerza salió como quien descuelga un teléfono de línea.
Me sorprendió lo resbaloso. Acostumbrado en mi juventud a la pesca, me volvió la imagen de cuando se saca un pez del agua, igual de resbaladizo y pringoso. Rápido lo envolví en una de las toallas que todavía permanecían secas por el azar y se lo di a Mariana que lo puso automáticamente en la teta, con el cordón saliendo de su vagina y el bebé en su pecho. Ella me sonrió y me dijo “tiene el cordón corto”.
Muchos amigos me preguntaron después que sentí, cómo no me desmayé ni llamé al 911: la única respuesta que tengo es que nada de eso se me pasó por la cabeza, creo que en momentos de crisis absoluta, todos estamos preparados. El shock de adrenalina me tuvo dos días sin dormir.
En cuanto a la experiencia, si me hubieran pagado habría respondido que no, es más, yo me había negado a tener un parto domiciliario con apoyo profesional, donde nada más habría sido un espectador. Pero a pesar de toda mi negativa, el confrontar la realidad con las herramientas de la ignorancia me otorgaron una sensación de poder que me duró varios días. Fue como resolver una ecuación dificilísima, sin siquiera saber sumar ni restar ni haber pasado nunca por la primaria, sin goma de borrar y sin guardapolvo blanco.
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Hace exactamente una semana nacía mi cuarto hijo y el primero en sorprenderme con su forma audaz de salir del útero materno, como alguien que patea una puerta y entra por la fuerza a discutir paritarias con los burócratas del parto. Eran las tres menos cuarto de la madrugada y Mariana me despertó explicándome que había roto bolsa y que el parto era inminente. Me vestí rápido, me puse una bermuda verde, una camisa de manga corta, y zapatillas. Todo para salir lindo en las fotos en el Anchorena donde iba a nacer Milo. Guardé el celular en el bolsillo, tenía batería: el mundo estaba OK.
Mientras me despabilaba de las dos horas de sueño que cargaba encima, Mariana empezó con el trabajo de parto en el baño. En ese momento pensé que exageraba y solo atine a entreabrir la puerta con precaución, para preguntarle si necesitaba algo, pero lo que vi en su cara era sorpresa pura, no conocía esa cara de ella, entre el dolor y la novedad, con la boca abierta y los ojos verdes enormes como dos esmeraldas recién talladas por un fino joyero que ni ella sabía que tenía adentro.
Cerré la puerta de inmediato porque me di cuenta que ya teníamos que salir, le pregunté otra vez como estaba y ahí escuché el grito más salvaje desde que tengo memoria. Un alarido primario, proveniente de lóbulo límbico, la raíz primitiva de lo que somos. Nunca había estado preparado para asistir a alguien en un parto, no leo libros de “Cómo esperar tu bebe” ni cosas por el estilo, así que lo único que podía ayudarme era lo que había visto en los partos de mis tres hijos anteriores y el cine.
Ni bien Mariana salió del baño le pregunté si desinflaba una enorme pelota de gimnasia que –teníamos pensado- llevar a la clínica para que la usara en las teóricas 4 o 5 horas de trabajo de parto. Me dijo que no y se sentó en la pelota para soportar la próxima contracción, la sostuve con los brazos y volvió a gritar: se me heló la sangre por lo que podrían pensar los vecinos, parecía que la estaban matando.
El grito sacudió el departamento y los dos nenes que dormían empezaron a llorar, fui a verlos los tranquilicé y les dije que estaba naciendo Milo, que esperaran los dos en una cama. Maxi, de 5 lo abrazó a Manu de 3 y me preguntó por la doctora “sacamilo” un apodo amigable que le pusimos con Mariana a la obstetra. Segundos después llegó Vero, mi cuñada, que se quedó con los nenes hasta el final.
A todo esto Mariana llamaba a Mirta, la partera, para preguntar qué hacíamos, le dijo que estaba en viaje (vive en Wilde) por lo tanto en ese mismo instante descarté que fuera a llegar. En el living Mariana tuvo otra contracción, otro grito y un montón de líquido amniótico saliendo, sangre (poca) y ella que me pedía que trajera toallas para que no se levantara el piso flotante. Fui al placard y agarré todas. Pensé: ¿como alguien en ese estado puede acordarse del piso flotante?
Tire las toallas al piso (unas diez) y ella se arrodilló, con la frente apoyada en el futón negro, el mismo en el que miramos Dexter. Yo veía muy poco, estábamos con una luz tenue y no sé por qué no se me ocurrió encender todo, parecía una escena dieciochesca.
Cuando me agacho a ver qué pasaba en su vagina, se me detiene el pulso: veo la coronilla de Milo, y un segundo después se vuelve a meter adentro. Antes que volviese a su nido, le toco la cabeza y rozo con el revés de la mano el muslo de Mariana, da un grito de bronca y me pide que por favor no la toque. En ese momento pensé como iba a ayudarla sin tocarla, pero fue un instante, volvió otro grito y salió completa la cabeza de Milo, no sabía qué hacer pero me acordé que no me había lavado las manos (a^2+b^2=c^2) una ecuación que de alguna forma se disparó en mi cabeza y corrí al baño a enjabonarme. Mariana me pedía que volviera y lo hice con las manos limpias, la cabeza seguía ahí, no respiraba, no hacía gestos, parecía muertito.
A todo esto yo estaba empapado de líquido amniótico y pensaba por qué no me había vestido para la ocasión, todo era un desastre, la pileta de natación de Milo se estaba vaciando a medio metro de la zapatilla donde están conectados todos los enchufes de la tele y demás. Eran demasiadas preocupaciones para tan poco tiempo. Me acuerdo que pensé que quedaríamos todos electrocutados, si el disyuntor, la térmica, los tapones de abajo… y la cabeza de Milo seguía ahí.
El tiempo se había detenido, y la cabeza empezó a tomar un color azul, los labios más que el resto. Fue cuando supe que todo podía fallar. Sin tocarla a ella, le pedí que pujara, me dijo con total cansancio que no tenía contracciones y que no podía pujar, que había que esperar a la próxima. Le ordené, con voz de médico (como lo había visto en los anteriores partos) que con la próxima contracción lo tenía que expulsar sí o sí, me reservé decirle que ya Milo estaba completamente azul y me dispuse a sacarlo sí o sí.
¡Ahí viene! Me dijo ella y gritó otra vez desde la oscuridad de los tiempos, desde la caverna y los lobos acechando, pidiendo a la tribu que viniera a ella, a protegerla. Pero en la tribu de Av. Pueyrredón ningún cavernícola salió de su cuevita.
Ahí vi la oportunidad de sacarlo, sabía que no podía fallar porque el color de la piel era cada vez más como una tiza de pool, y en la siguiente contracción le dije, sereno, que puje, vi los hombros que asomaban lo tome con los dedos y sin fuerza salió como quien descuelga un teléfono de línea.
Me sorprendió lo resbaloso. Acostumbrado en mi juventud a la pesca, me volvió la imagen de cuando se saca un pez del agua, igual de resbaladizo y pringoso. Rápido lo envolví en una de las toallas que todavía permanecían secas por el azar y se lo di a Mariana que lo puso automáticamente en la teta, con el cordón saliendo de su vagina y el bebé en su pecho. Ella me sonrió y me dijo “tiene el cordón corto”.
Muchos amigos me preguntaron después que sentí, cómo no me desmayé ni llamé al 911: la única respuesta que tengo es que nada de eso se me pasó por la cabeza, creo que en momentos de crisis absoluta, todos estamos preparados. El shock de adrenalina me tuvo dos días sin dormir.
En cuanto a la experiencia, si me hubieran pagado habría respondido que no, es más, yo me había negado a tener un parto domiciliario con apoyo profesional, donde nada más habría sido un espectador. Pero a pesar de toda mi negativa, el confrontar la realidad con las herramientas de la ignorancia me otorgaron una sensación de poder que me duró varios días. Fue como resolver una ecuación dificilísima, sin siquiera saber sumar ni restar ni haber pasado nunca por la primaria, sin goma de borrar y sin guardapolvo blanco.
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Re: Precioso parto en casa contado por un papá
Qué bueno Noemí, qué relato, curioso, gracioso, emotivo, emocionante, muchos calificativos tiene.
Gracias por acercárnoslo
Besitos
¡Ah! yo estando de parto, en los dos, dejé todo en su punto entre contracción y contracción y hasta que no estuvo todo en su sitio no me centré a la tarea, total, si hay tiempo, jaja. Como somos y yo que soy una inquieta, ni pariendo dejé en otras manos lo que pudieron hacer las mías. Bueno, sí, le dije a Jesús que me bajara el barreño para la placenta del armario porque lo dejé para el final y ya no me veía subiendo los peldaños de la escalera, ya eran muy seguidas y él diciéndome "estáte quieta ya, que va a nacer Unai y sigues haciendo, qué tía"
Gracias por acercárnoslo
Besitos
¡Ah! yo estando de parto, en los dos, dejé todo en su punto entre contracción y contracción y hasta que no estuvo todo en su sitio no me centré a la tarea, total, si hay tiempo, jaja. Como somos y yo que soy una inquieta, ni pariendo dejé en otras manos lo que pudieron hacer las mías. Bueno, sí, le dije a Jesús que me bajara el barreño para la placenta del armario porque lo dejé para el final y ya no me veía subiendo los peldaños de la escalera, ya eran muy seguidas y él diciéndome "estáte quieta ya, que va a nacer Unai y sigues haciendo, qué tía"
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